miércoles, 30 de septiembre de 2015

La Roca


Ha habido alguien que me ha dicho que eche el freno, que cómo puedo resumir San Francisco en un sola entrada de mi blog: cuatro párrafos, algunas fotos y una canción…! Ay! Ya me huelo yo lo que está pasando. Alguien no quiere marcharse de California todavía. Y no le culpo. California debería cambiar su nombre a Caliguay ( señorita María Valverde, si usted también lee mi blog me encantaría saber su opinión acerca de que, ese brebaje que cuenta que bebe y el mencionado estado de Estados Unidos, compartan nombre. Estoy segura de que se podría arreglar sin mayor problema) de lo guay que es estar allí. Así y ya está. No hay más palabras, podría enrollarme escribiendo hasta el infinito, y siempre estaría diciendo lo mismo, que es muy guay.

Bien, volvamos a ese bis que alguien me ha pedido y que me ha hecho sentir como una persona encima de un escenario, teniendo que improvisar un poco sobre la marcha pero pareciendo que todo está bajo control. A ver que sale.
 

Aquel sábado por la mañana, tras haber dormido a pierna suelta después de un viaje agotador desde Los Ángeles, M y yo nos fuimos a desayunar a Bread&Cocoa. Un foodie lugar que nos cruzamos de camino a la zona del embarcadero. Había que coger energía porque teníamos una misión muy peliculera aquella misma mañana.

La zona del embarcadero es muy tranquila para pasear, ya que por allí a orillas del mar, se acaban lo de las  cuestas arribas y cuestas abajo. Si la mañana es soleada y la avenida todavía no está colapsada de turistas, es un paseo súper agradable. Cosa que se agradece porque el conocido Pier33 al cual nos dirigíamos estaba un poco lejos.
 



 

Efectivamente, aquella mañana tocaba montarse en barco. Mientras aguardaba en la cola para subir al ferry ( he estado de una paciencia total, desconocida casi) miraba a mi alrededor a aquellos y aquellas que un ratito más tarde serían mis compañeros de viaje y me sorprendió por una vez estar en una cola donde había tanto hombre ansioso y emocionado. Y es que el destino de ese ferry que íbamos a coger lo merecía. Yo particularmente hubiera ocupado la mañana en algún centro comercial, cosa que me cuidé mucho de expresarle a M ( te estás enterando ahora ;)) para evitarme que me digas cosas como que hay sitios que hay que ver antes de morir, que si son históricos… Vaya historia, sin los señores Nicolas Cage y Sean Connery. En fín.
 



 


 
 
 

Alcatraz. Un islote de quinientos metros cuadrados,  a menos de media hora de ferry de San Francisco, que alberga los restos de la que fue la cárcel más temida de Norteamérica desde la década de los 30 hasta la de los años 60.
 





 

Pequeño. Eso es lo más impactante que puedo decir del lugar. La mente de todos se encarga de que los lugares tan renombrados, que se han ganado su lugar en la historia, parezcan grandes. Nunca has estado, pero piensas que es grande. Y una mañana cualquiera vas por allí, y resulta que no. Que era un sitio exclusivo con aforo limitado, para los malos más malos. Para los doctores malignos de la época.
 














 

Un amable cartel nos dio un poco más de información del suelo que pisábamos:

Regulation #5 Privileges: You are entitled to food, clothing, shelter and medical attention. Anything else that you get is a privilege. (Reglamento # 5 Privilegios: Usted tiene derecho a la alimentación, vestido, vivienda y atención médica. Cualquier otra cosa que se obtiene es un privilegio)
 
 

 

Bueno, al fín y al cabo se trata de una prisión, y no de un resort de vacaciones.

Pero os repito, fue la pequeñez de la zona de las celdas, lo que me hizo verle más aspecto  a Alcatraz de lugar de los horrores que de prisión.
 







 
 
 

Hacía un poco de humedad dentro, y ya se me había olvidado que habíamos llegado allí con un sol radiante!
 
 

Con la sensación rara en el cuerpo de haber estado un ratito en una cárcel que ha sido una cárcel de verdad de la buena, volvimos a San Francisco con un hambre voraz!!
 

 

Y tras desembarcar, seguimos con nuestro paseo por el paseo del embarcadero, hasta llegar al muelle de los pescadores.
 
 
 

 

 

 

No hay lugar mejor para comerse un auténtico sándwich de cangrejo, y volver al modo de vida guay de California, dejando a Alcatraz como un recuerdo lejano de un lugar horrible que existió una vez.

 

Y ahora sí, como os dije en su momento a través de mi cuenta de Instagram, California se ha acabado. Pero el camino continúa…
















domingo, 27 de septiembre de 2015

On the Road


No me pidáis que explique cuándo, cómo y por qué  pasar seis horas en un coche me pareció un plan genial. Mis amigos del mundo real saben que odio conducir, y que odio todavía más hacer de copiloto más allá de lo justo y necesario, o lo que viene siendo más allá de unos 45 minutos. Supongo que ayudó el hecho de estar en modo dolce far niente, en modo hippie sanfrancisquero y en modo nada-importa-vamos-a-la-aventura. Algo ayudó también que el destino que aguardaba tras esas seis horas de carretera fuese una ciudad como Los Ángeles, y quizás también la idea de conducir California a través. Eso mola en cualquier currículum viajero. Equivale a haber trabajado en Google, o a haber hecho una entrevista de trabajo para ellos por lo menos.

Vosotros me vais a decir que qué hago escribiendo y subiendo fotos de una carretera bajo un cielo azul. Que aún es verano, que eso lo veis todos los días.  Pero os puedo asegurar que aunque lo parezca no es eso. Vamos a atravesar juntos un trocito de California.

 
 
 



 
 

Desde que salimos conduciendo por las calles de San Francisco sentimos que aquello no tenía nada que ver con nada. Que conducir era aquello que solemos hacer en Sevilla: coger el coche cada mañana para ir a trabajar, por las mismas carreteras y calles, con los mismos semáforos y atascos, y hasta coincidiendo a veces con los mismos coches que a la misma hora que tú irán de camino a sus obligaciones. Lo mismo siempre. Con todo lo que aburre siempre lo mismo.




 


 
 
 

Y supongo que lo que me ayudó principalmente a pasar seis horas metidas en un coche fue la idea de que no había ninguna obligación, no había horarios, no había nadie más que M y yo y todo dependía exclusivamente de nosotros y que el destino más cinematográfico de la historia del cine nos esperaba con los brazos abiertos al final del camino. Y os tengo que confesar que todos esos factores mezclados dan como resultado el mejor cocktail de satisfacción del mundo. A veces todo lo que hay que hacer es hacer lo que quieres hacer, exclusivamente con aquella persona con quien lo quieras hacer.



 



 






 
 
 




 

Por lo demás: cielos azules. Calor, mucho calor. Música que parece que fue compuesta para conducir en EE.UU y que sin querer llevabas desde tu tierna infancia en la cabeza en una play list primitiva de neuronas. Gasolineras bien surtidas de chuches varias, y bien surtidas significa perder el norte de si estás en la tienda de la gasolinera o en un hipermercado de golosinas. Paisajes dignos de una película del oeste. Atardeceres. Pequeñas charlas con el GPS.  Circunvalaciones infinitas que parecen no llegar nunca a Los Ángeles. Quedarte atascado en Los Ángeles cuando pretendes salir de una ciudad como aquella un Viernes a las tres de la tarde, víspera de un fín de semana largo festivo. Y sueño, mucho sueño a la vuelta. Con esa sensación rara de estar medio dormida o medio despierta, con los recuerdos de todo lo que has empezado a ver y a vivir mezclándose en tu cabeza con los recuerdos antiguos y con el jet-lag todavía haciendo de las suyas.
 
 

Ocho horas de viaje de un trayecto que se hace en seis, y un peaje después, volvimos a “nuestro campamento base” San Francisco. Tocaba dormir a pierna suelta y reponer fuerzas. La aventura continuaba.